En la casita, todo era tristeza aquella noche. El dueño de las tierras que el labrador trabajaba había exigido el pago del alquiler para la siguiente mañana. De no ser así, el policía se encargaría de arrojar de la casa, y de las tierras, al labriego, a su mujer y a sus tres pequeños hijos.
El buen hombre había pedido más tiempo, ya que no tenía la culpa de que aquel año no hubiera llovido, y la tierra no hubiera dado cosechas; pero el dueño no quería disculpas, sólo quería dinero.
Todos se fueron a la cama muy tristes, pensando que, por última vez, dormirían bajo techo.
Isabelita, la mayor de los hijos del labrador, se durmió llorando y, a la mañana siguiente, se despertó maravillada, recordando el sueño que había tenido: soñó que bajó la gran higuera del huerto, había desenterrado un tesoro: un jarro lleno de monedas de oro, con las que pudo su padre pagar el alquiler de las tierras. Y todavía había sobrado para no temer en los sucesivo a la pobreza.
Tan claro había visto en sus sueños aquel tesoro, que Isabelita tomó un pico y una pala, y se fue al pie de la higuera. Empezó a cavar y…
-¡Este es el jarro que he visto en sueños! ¡Estamos salvados! ¡Oh, cuántas monedas de oro!
A Isabelita y a sus padres ya no les cupo la duda de que un ángel bueno los velaba por ellos. Aquella mañana, el labriego pudo pagar su deuda y, al año siguiente, recogió una espléndida cosecha, ya que pudo comprar buenas semillas y cultivar con abono sus campos. No se olvidaron tampoco de sus buenos vecinos que, como ellos, soportaban la opresión del dueño de las tierras.
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