Las circunstancias de la vida, nuestras expectativas y la composición genética influyen en cuán felices somos. En 1996, un investigador de la Universidad de Minnesota, David Lykken, estudió el caso de numerosos gemelos para determinar si la genética y la felicidad estaban conectadas. Llegó a la conclusión de que el 50 por ciento de la satisfacción con la vida provenía de la genética; mientras que factores como educación, religión, estado civil y salario contribuían solo un 8 por ciento.
En función de sus descubrimientos, Lykken pensó que cada persona tenía un punto fijado genéticamente de felicidad, tal como podría ocurrir con el peso o la altura y, sin importar las circunstancias buenas o malas, siempre se tendía a volver a este punto fijo. En consecuencia, intentar ser más feliz sería tan en vano como intentar ser más alto. Sin embargo, tiempo después reelaboró sus conclusiones dado que comprobó que podemos modificar nuestro nivel de felicidad ampliamente, hacia arriba o abajo.
Actualmente, una investigación sobre el bienestar en donde se compararon los resultados de decenas de estudios genéticos reveló que la genética explicaba solo un 36 por ciento del bienestar y un 32 por ciento de la satisfacción con la vida. Mucho es lo que podemos hacer para construir nuestro propio bienestar, por ejemplo, trabajar la manera en que pensamos y expresamos nuestros sentimientos, establecer y lograr metas, consolidar vínculos humanos, disfrutar el presente, reducir los pensamientos negativos, saborear los acontecimientos ordinarios positivos, hacer lo que nos gusta, trabajar la autoaceptación, tener hábitos saludables y encontrar un propósito más allá de uno mismo.
A meditar. Uno de los aspectos que parecería estar fuertemente asociado a una mayor felicidad tiene que ver con el sentimiento de espiritualidad. Se está estudiando si esto responde a las creencias religiosas o a los lazos comunitarios que derivan de la práctica religiosa. Lo que sí sabemos es que la meditación es muy beneficiosa en este sentido: ayuda a centrar la atención en el presente y no en el futuro. Esto último se da principalmente cuando estamos buscando siempre completar el próximo objetivo o nuestra mente está permanentemente pensando en la próxima tarea (o revisando el pasado), con la falsa creencia de que estar muy ocupado nos llevará a lograr éxito en lo que hacemos, en lugar de concentrarnos y disfrutar del presente.
Contrariamente a lo que muchos suelen pensar, ni la inteligencia ni el nivel educativo están fuertemente relacionados con la felicidad. Tampoco la juventud, pese al valor que tiene en nuestra sociedad. Podemos decir que muchas veces los adultos mayores son los que reportan los más altos niveles de felicidad. Otro factor determinante son las relaciones sociales: la gente que nos rodea influye en nuestra felicidad, según un estudio de la Universidad de Illinois. En línea con estos resultados, el psiquiatra y profesor de la Universidad de Harvard, George Vaillant, quien dirigió el Estudio Grant, que evaluó a cientos de hombres y mujeres a lo largo de varias décadas, concluyó que son las relaciones íntimas y afectuosas el factor más importante para una buena vida.
La economía de la felicidad. La discusión acerca de cómo impacta el dinero en la felicidad es antigua y compleja. Una investigación llevada a cabo por el premio nobel David Kahneman estudió el bienestar de 450 mil estadounidenses durante 2008 y 2009. La investigación abarcaba dos aspectos del bienestar: el hedónico y la evaluación de la vida. Los resultados mostraron que un mayor ingreso mejoraba la evaluación de la vida incluso en personas que estaban en una buena posición económica. No obstante, encontraron que los efectos del ingreso sobre la dimensión hedónica del bienestar tenían un techo a partir de un ingreso que liberara a las personas de preocuparse por lo básico en la vida.
En los resultados del Informe de felicidad mundial de 2017, que publica la Red para el Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, se observa que entre los primeros y los últimos 10 países en el ranking de felicidad hay una brecha de cuatro puntos. El 75 por ciento de esta brecha es explicada por seis variables claves: tener alguien con quien contar, la generosidad, el sentido de libertad, la falta de corrupción, el PBI per cápita y la expectativa de vida sana. La mitad de esta diferencia entre los países es explicada por las primeras cuatro variables; mientras que la otra mitad, por las últimas dos. En los países ricos las diferencias no son explicadas principalmente por desigualdades en los ingresos, sino por diferencias en la salud mental, física y las relaciones personales.
El bienestar de todos. Hoy sabemos que ayudar al prójimo no solo implica una mejora para la comunidad, sino que beneficia a quien brinda la ayuda. Se ha registrado que las conductas altruistas redundan en una buena salud mental y física. Un estudio de 2008 de Michael Norton, de la Escuela de Negocios de Harvard, observó que donar dinero a otra persona aumenta la felicidad del donante más que si lo hubiera gastado en sí mismo. Es decir, en gran medida, la felicidad se encuentra cuando ayudamos a los demás. Por su parte, existe lo que se denomina efecto cascada en relación con las conductas solidarias y altruistas. Investigadores de la Universidad de California y de Harvard han demostrado que, si una persona es generosa, inspirará hasta a tres personas más a seguir su ejemplo. De este modo, podemos multiplicar la generosidad de manera que nuestros actos pueden tener un impacto positivo grande en la sociedad. Contrariamente, la falta de cooperación impacta en forma negativa sobre el individuo a quien hubiese ido destinada la acción solidaria, sobre quien no fue solidario y también sobre todo el sistema social. La comunidad, para ser tal, se construye a partir de la idea de cooperación. La solidaridad moviliza a las personas y las sociedades hacia esa meta imprescindible que fue escrita como ley de leyes con todas las letras: el bienestar genera
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Fuente: Clarín