La pérdida de hojas de las plantas caducifolias es una adaptación evolutiva con funciones clave, tanto biológicas como ecológicas.
Entre las muchas formas de clasificar las plantas, un sistema muy antiguo que perdura hasta nuestros días como uno de los más prácticos y didácticos es aquel que se basa en el comportamiento de la planta para con sus hojas. Según este criterio, las plantas se clasifican en plantas de hoja caduca, o caducifolias, que pierden la hoja en invierno y, en oposición, plantas de hoja perenne, o perennifolias, que mantienen las hojas todo el año y las renuevan gradualmente. El motivo o la causa de estos dos comportamientos tan distintos, incluso en plantas de grupos cercanos, fue un misterio que despertó la curiosidad de los botánicos desde tiempos de Teofrasto, en el siglo III a.e.c., y que, gracias a la ciencia moderna, hoy sabemos responder.
Existe, en general, una falsa percepción que asocia la hoja caduca con las plantas de hoja ancha y la hoja perenne con las acículas o con las hojas en forma de escama. Es cierto que la mayoría de los árboles con este tipo de hojas, como el pino, el abeto o el ciprés son perennifolios, pero también lo son la encina, muchas especies de Ficus, el eucalipto o el magnolio. Por otro lado, también hay árboles con la hoja caduca en forma de acícula, como la metasecuoya o el alerce.
Tener o no tener hojas en invierno: una adaptación evolutiva
Mantener las hojas en los árboles puede suponer una ventaja en determinadas condiciones, por ejemplo, en un entorno en el que la producción de fotosíntesis se mantiene estable todo el año y la humedad es constante, como en las selvas pluviales tropicales; pero en otras condiciones puede suponer un consumo innecesario de recursos sin llevar a cabo ninguna función.
Las hojas no solo son los órganos encargados de realizar la fotosíntesis; también contienen la mayoría de los estomas de la planta, y mantener las hojas implica, por tanto, un consumo constante de agua. En un entorno en el que existe un período seco, perder la hoja puede ser la diferencia entre vivir un año más o morir por la sequía. Más aún, si el periodo seco coincide con periodos más cortos de luz solar, la producción por fotosíntesis sería menor.
Si además, las temperaturas son muy bajas, pueden congelar el agua del suelo; en estos casos, la presencia de hojas puede hacer que la tensión hídrica se mantenga desde arriba, pero al no proporcionarse más agua desde el suelo, suceda la cavitación, la formación de burbujas de aire en los tejidos vasculares, análogos a una embolia en nuestras venas.
En esas condiciones, perder la hoja se convierte en una ventaja evolutiva. En un entorno templado, como en la cordillera cantábrica, la persistencia de lluvias durante la primavera y el verano proporcionan a las hayas, los robles y los castaños la humedad suficiente para producir sus óptimos fotosintéticos y, cuando cae el otoño y llega el frío, estos árboles pierden la hoja.
Sin embargo, en los entornos mediterráneos, que comprenden la mayor parte de la España peninsular, es común encontrar encinas, alcornoques, laureles, acebos y pinos; árboles perennifolios con hojas muy pequeñas y recubiertas por gruesas capas de cera, que les permite sobrevivir a los veranos secos y calurosos, con un mínimo de evapotranspiración, y obtener el agua que sí hay disponible tras las lluvias otoñales e invernales.
Que una planta sea perennifolia o caducifolia es el resultado de una adaptación a un clima que proporciona la humedad suficiente durante la época de máxima insolación, y cuyo mantenimiento durante el invierno —o durante la estación seca en entornos tropicales o subtropicales— implicaría una pérdida significativa de nutrientes.
La abscisión: el proceso fisiológico de perder la hoja
El proceso fisiológico de la pérdida de la hoja se denomina abscisión, y es un mecanismo mediado por hormonas. En las plantas caducifolias, cuando se va reduciendo el fotoperiodo, es decir, cuando los días son más cortos, y las noches más largas, comienza una transformación metabólica en la planta.
Lo que sucede, en primer lugar, es que cesa la producción de clorofila –el pigmento verde responsable de la fotosíntesis–. Las plantas comienzan a producir carotenoides y antocianinas, pigmentos de color amarillento a ocre los primeros, y de rojo a púrpura los segundos, que recubren la hoja. Dado que la clorofila se degrada de forma constante, las hojas pierden su coloración verde, y adquieren la tonalidad de los nuevos pigmentos, cuya función es proteger los tejidos de la luz solar mientras la planta secuestra todos los nutrientes que puede.
A medida que la hoja pierde funciones, deja de producir una hormona clave, la auxina. Hasta entonces, esta hormona fluye constantemente de la hoja hacia la planta. El cese de ese flujo de auxina hace que las células que se encuentran entre el tallo y el pecíolo de la hoja, en la zona denominada capa de abscisión, comiencen a alargarse y secarse, hasta que el propio peso de la hoja rompe las paredes celulares de esta capa, y la hoja cae.
Fuente: Muy Interesante