Jesús se acomodó bajo un árbol a la orilla del mar para contemplar la sobre cogedora belleza del sol del amanecer. Desde las aguas se extendía una refrescante brisa y las copas de los árboles se mecían cadenciosamente con el viento.
Las azuladas y remotas montañas del fondo lucían coronadas por escasas nubes, de pronto se acercó a él un discípulo, en cuyos ojos vibraba el resplandor de una pregunta.
Jesús lo miró y le dijo – ¿Qué duda te inquieta hijo mío?
El discípulo le contestó –maestro cómo es posible que camines sobre la superficie de las aguas como si anduvieras sobre tierra firme? Cuando nosotros intentamos hacer lo mismo siempre nos sumergimos.
-Quienes poseen fe en su corazón –contesto Jesús –y la luz de la seguridad resplandece en sus ojos, pueden caminar sobre las aguas con la facilidad de la lancha de un pescador.
-Maestro desde el primer momento en que te vi –comentó el discípulo –jamás me ha faltado la fe, creo tanto como tú y mi fe me da seguridad.
-Ven conmigo entonces –le contestó –y recorramos juntos el mar.
El discípulo fue tras él y caminaron juntos sobre las aguas, pero de pronto se elevó una inmensa ola, Jesús caminó sobre ella, pero el discípulo comenzó a hundirse y a pedir auxilio con gran desesperación.
-Hijo qué pasa –le increpó Jesús.
Y el discípulo contestó con voz aterrorizada –cuando vi de cerca unas olas enormes maestro pensé que me devorarían y el miedo se apoderó de mi corazón, en ese instante comencé a hundirme, ¡Sálvame maestro! ¡Sálvame o me ahogaré!.
Y Jesús le dijo –cuando el miedo entra en tu corazón dejas de creer, pierdes la fe y tu seguridad se desvanece como la niebla a la salida del sol, pero temiste a las olas hijo mío, no al señor de las olas.
Sé que por algo debía leer esto. Ya lo descubriré. Gracias por tan bella reflexión.