Un nuevo estudio apoya la idea de que el estrés sufrido durante la vida puede pasar de padres a hijos a través de la epigenética.
Buena parte de la biología consiste en desvelar el equilibrio que existe entre la influencia de los genes y del entorno. En el interior de nuestras células, protegido por el núcleo, se encuentran larguísimas cadenas de moléculas, las cuales, codifican en ellas todo lo necesario para crear un nuevo organismo como nosotros. Esas moléculas son el ADN y gracias a ellas nuestro cuerpo puede producir las proteínas que necesita, cuando las necesita, para cumplir todas las funciones que nos mantienen con vida. Sin embargo, esto no es todo. Al otro lado de la balanza se encuentra el entorno, otra influencia fortísima que afecta a la expresión de nuestro ADN, nos moldea y altera nuestro cuerpo y nuestra cognición. Pero, entonces ¿cómo podemos estar seguros de qué causa qué? ¿Cómo determinar si algo es heredado o adquirido a través del entorno?
La respuesta no es sencilla, precisamente, para deshacer el entuerto ha habido que recurrir a estudios de gemelos criados por familias diferentes. Durante un tiempo, esta aproximación fue la panacea, y a decir verdad sigue siendo una de las mejores formas que tenemos para enfrentarnos a estas dudas, pero ha habido un cambio en las reglas del juego. Un factor intermedio que, si bien es genético, no es heredado. Se trata de la epigenética, cambios que se pueden producir en nuestro ADN durante la vida y que alteran la forma en que se lee su información, cambiándola a efectos prácticos. Si estos cambios epigenéticos ocurren en las células reproductivas, entonces no solo afectarán al individuo original, sino que podrían ser transmitidos a su descendencia. Pues bien, un reciente estudio apunta a que el estrés podría ser heredado de esta manera.
Estrés epigenético
No es la primera vez que se tratan de identificar las consecuencias epigenéticas del estrés. De hecho, algunos de los estudios más famosos de este campo han tenido que ver con periodos de hambrunas o guerras (aunque con el tiempo han acabado revelándose como metodológicamente cuestionables). Precisamente por eso era relevante seguir ahondando en el tema. El estrés produce una serie de sustancias capaces de alterar la forma en que se lee nuestro material genético, podríamos compararlo con un texto donde cambiamos el formato de las palabras, el tamaño de la letra, la cursiva, la fuente, el color, todo ello altera el mensaje, aunque no lo parezca, y sin que por ello haga falta cambiar ninguna palabra en sí misma.
Estos cambios se llaman metilaciones y acetilaciones y los tenemos más que controlados en condiciones de laboratorio, pero cuando se trata de entender sus implicaciones en el mundo real, y más en concreto en humanos, nuestra información se vuelve algo más difusa. La ciencia puede permitirse especular, pero solo tentativamente, planteando hipótesis y esperando poder confirmarlas empírica o teóricamente en algún momento. Por ese motivo, un grupo de neurocientíficos liderados por el doctor Cunningham decidió tomar un buen número de ratones macho en función de los susceptibles que fueran al estrés.
Ratones estresados
La hipótesis del equipo era sencilla: las experiencias estresantes serían capaces de modificar la expresión genética de los ratones, haciendo que se alterara el ADN de sus espermatozoides y provocando que aquellos cambios epigenéticos fueran transmitidos a su descendencia. En la práctica, esas experiencias estresantes se materializaron como 10 días de estrés constante que ayudó a clasificar a los ratones en tres grupos en función de sus achaques tras los episodios de estrés. Por un lado, estaban aquellos especialmente susceptibles al estrés, por otro los resistentes y en un tercer lugar un grupo intermedio.
Tras haber sido sometidos a estas experiencias, los investigadores cruzaron a los ratones con ratonas normales con la esperanza de poder estudiar los diferentes efectos que el estrés de los padres podría tener en sus hijos. Curiosamente, los ratones descendientes de los ejemplares susceptibles al estrés mostraron muchos más comportamientos de estrés que el resto, estableciendo una correlación fuerte. Sin embargo, para estar seguros y poder excluir la interferencia de cualquier otro factor confusor, los investigadores sustituyeron la cópula por la inseminación artificial, para asegurar que la única influencia del macho en la concepción se limitaba al esperma. Los resultados fueron idénticos, apoyando la hipótesis de que el ADN de sus espermatozoides se había alterado epigenéticamente, transmitiéndose a su descendencia.
Al secuenciar el ADN de los ejemplares para estudiar cuánto habían cambiado debido al estrés, los investigadores determinaron que, mientras que en los ratones resistentes solo se habían alterado unos 62 genes, en los susceptibles esa cantidad ascendía a 1460, un número digno de tener en cuenta. Por ahora, este tipo de estudios nos hablan del estrés en ratones, algo que no afecta demasiado a nuestra vida diaria, pero supone estar un paso más cerca de comprender su impacto en humanos y, por lo tanto, cómo poner freno al estrés y a sus muchas consecuencias.
Fuente: La Razón