Se dice mucho que la evolución por selección natural se puede reducir a la expresión “la supervivencia del más fuerte”, sin embargo, la realidad es muy distinta.
“La supervivencia del más fuerte”. Con esta frase lapidaria se ha resumido durante más de siglo y medio la teoría de la evolución por selección natural que presentaron Charles Darwin y Alfred Russell Wallace en la Sociedad Linneana de Londres en 1858. Una teoría científica que llevó a la redacción, al año siguiente, del famoso libro El origen de las especies.
Sin embargo, el naturalista inglés nunca escribió nada de que la evolución se equiparase a la supervivencia del más fuerte. Ni siquiera lo menciona para rechazar la idea. Hay una cita falsamente atribuida a Charles Darwin, que dice “no es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente. Es aquella más adaptable al cambio”. En realidad, esa afirmación parafrasea una cita de Leon C. Megginson, de la Universidad Estatal de Louisiana.
Según “El origen de las especies” de Darwin, no es la especie más intelectual la que sobrevive; no es la más fuerte la que sobrevive; sino que la especie que sobrevive es la que mejor puede adaptarse y ajustarse al ambiente cambiante en el que se encuentra.
Leon C. Megginson, 1963
No obstante, el contenido de la cita es correcto. Interpretar la teoría de la evolución como la supervivencia del más fuerte es una conclusión errónea fruto de una mala comprensión de lo que la teoría de la evolución nos enseña.
Que son los individuos más aptos los que tienen mayores probabilidades de sobrevivir parece una perogrullada, pero en ocasiones no es fácil deducir qué criatura es más apta o por qué. La mayor o menor aptitud de un ser vivo depende de sus características intrínsecas, pero también del ambiente en el que se encuentre, y en ocasiones, varios rasgos distintos pueden proporcionar niveles similares de aptitud.
Los múltiples rasgos que conceden la aptitud
A modo de ejemplo, se puede pensar en un grupo de zorros en un bosque. Una glaciación hace que el bosque desaparezca y el paisaje quede dominado por el hielo, la nieve y el frío. Un cachorro de zorro que nazca con el pelaje más largo y denso, o con mayor predisposición a acumular grasa subcutánea tendrá mejor abrigo y será más apto que uno que carezca de esos rasgos. Pero también el que tenga el pelaje blanco o las orejas más pequeñas —ya que perderá menos calor—.
Por lo tanto, hablamos de la supervivencia del más peludo o del más blanco, pero no necesariamente del más fuerte. En otros casos, podría tratarse de la supervivencia del más rápido, del más astuto, del más oscuro o del que tenga mejor sentido del olfato.
A lo largo de la historia de la evolución la vida ha sido cada vez más compleja y sofisticada gracias a la acumulación de estas aptitudes, la fuerza solo es un rasgo más de entre los múltiples rasgos posibles. Pero si tan amplio es el abanico de rasgos que se acumulan aumentando la complejidad de los organismos, ¿puede ser un rasgo determinante el ser más simple?
La supervivencia del más simple
Es cierto que lo habitual es que los seres vivos evolucionen desde formas simples hacia otras más complejas, pero no siempre sucede. Puede ocurrir que el ambiente no seleccione favorablemente el organismo más complejo, sino al contrario. Que genere una presión selectiva negativa sobre cualquier rasgo que confiera complejidad y beneficie a los organismos más simples.
Si eso sucede, nos encontramos en un escenario en el que cualquier mutación que añada nuevos rasgos no se verá favorecida, mientras que mutaciones que eliminan rasgos sí lo serán. Ese es el caso de unos crustáceos llamados pentastómidos. Son parásitos internos de reptiles, aves y mamíferos, que se alojan en las vías respiratorias. Gracias a los análisis genéticos, hoy sabemos que forman parte del grupo conocido como maxilópodos —que incluye, entre otros, a los percebes, las bellotas de mar y los copépodos—; sin embargo, durante más de siglo y medio, desde su descubrimiento en 1836, fueron clasificados como un grupo de animales independiente.
Los crustáceos tienen un fuerte exoesqueleto de quitina, dos pares de antenas y un número variable de pares de patas; un sistema nervioso complejo basado en ganglios; un sistema digestivo con esófago, estómago e intestino; y un sistema respiratorio basado en branquias.
Sin embargo, los pentastómidos, por su condición de parásitos internos, han sido moldeados por la evolución hacia la máxima simplicidad.
Los pentastómidos son un ejemplo vivo de la supervivencia del más simple. CC D.Tappe & D.W.Büttner
Lejos de presentar las complejidades del cuerpo de un percebe o un copépodo, el de un pentastómido ha sido reducido a la forma de un gusano aplanado. No tiene patas, ni antenas, ni ojos; tan solo dos pares de papilas sensoriales alrededor de la boca, con pequeños ganchos quitinosos con los que se aferra a su hospedador. Aún tienen el cuerpo cubierto de quitina, pero es una capa muy fina y mantiene una gran flexibilidad. Su sistema nervioso es similar al de otros crustáceos, aunque también simplificado, con ganglios dedicados casi exclusivamente a la región bucal, a las papilas y al sistema reproductor.
El sistema digestivo también se ha simplificado hasta convertirse en un simple tubo recto que desemboca en el ano. En cuanto al aparato respiratorio, los pentastómidos han alcanzado el grado máximo de simplicidad: no lo tienen.
En esa vida parásita que caracteriza a los pentastómidos no se aplicaba la supervivencia del más fuerte, ni del más inteligente, ni del más rápido ni del más astuto. En esas condiciones, cuantos menos órganos innecesarios se tengan, menos energía se invierte en formarlos. Es un escenario donde se aplica la supervivencia del más simple.
Fuente: Muy Interesante