En el primero, Richelle Charles, de la Escuela de Medicina de Harvard, en Boston, y sus colaboradores hicieron un seguimiento de los niveles de anticuerpos en la sangre de 343 pacientes DE COVID-19 durante 122 días después de la aparición de los síntomas, el 93 por ciento de los cuales habían sido hospitalizados. Los biólogos se centraron en los anticuerpos dirigidos contra la proteína S del nuevo coronavirus y, en particular, contra el dominio RBD de esta proteína, aquel que se une al receptor ACE2 de la célula en el momento de la infección. Distinguieron tres tipos de anticuerpos: IgA, IgM e IgG. ¿Cómo son estas moléculas?
Proteínas con forma de Y
Para empezar, Ig significa inmunoglobulina, el nombre de una gran familia de proteínas que comprende no solo anticuerpos, sino también moléculas de adhesión celular, receptores, etcétera. Un anticuerpo típico está formado por cuatro cadenas peptídicas enlazadas entre sí; dos se denominan «pesadas» y las otras dos «ligeras», y cada una de ellas tiene una región (o dominio) constante y otra variable. Ello le da a toda la estructura una forma de Y.
Los tipos de anticuerpos IgA, IgM e IgG (así como IgE e IgD) se caracterizan por tener estructuras diferentes de los dominios constantes de sus cadenas pesadas (además, la IgM presenta una estructura de estrella formada por cinco Y), así como por poseer sus propias zonas de producción. Sus proporciones no son equivalentes: la IgG representa entre el 70 y 75 por ciento de todos los anticuerpos en la sangre, mientras que la IgA y la IgM constituyen el 15 y el 10 por ciento, respectivamente. La IgE y la IgD representan cada una el 1 por ciento, por lo que no fueron consideradas en el estudio del equipo de Richelle Charles.
Sus resultados revelan que la IgM y la IgA desaparecen con rapidez y resultan indetectables después de 49 y 71 días, respectivamente. Por el contrario, la IgG permanece más tiempo y disminuye muy lentamente durante los primeros 90 días. Además, los niveles de IgG se correlacionan con los niveles de anticuerpos neutralizantes, aquellos que interfieren directamente con el virus al fijarse a él, impidiendo que infecte las células (recuérdese que los demás anticuerpos no influyen en la actividad del patógeno, sino que, al asociarse a él, lo señalan como objetivo para otros elementos inmunitarios). Esta observación indicaría el desarrollo de una fuerte memoria inmunitaria en pacientes con una forma grave de la enfermedad.
Según los autores, los resultados de su estudio sugieren que los anticuerpos dirigidos contra el dominio RBD de la proteína S del coronavirus constituyen un buen marcador de la infección. Además, la determinación de diferentes tipos de anticuerpos ayudaría a distinguir las infecciones recientes de las más antiguas. Por consiguiente, la obtención de muestras de sangre sigue siendo esencial. Pero ¿podemos prescindir de ella?
De la sangre a la saliva
Quizá sí podamos, según los hallazgos de Anne-Claude Gingras, de la Universidad de Toronto, y sus colaboradores. Estos investigadores realizaron un estudio similar al arriba mencionado: buscaron anticuerpos anti-RBD en la sangre, pero también en la saliva, de 402 pacientes, ya sea en la fase aguda de la enfermedad o en la de convalecencia. Una vez más, la IgA y la IgM desaparecieron con rapidez de ambos fluidos, mientras que la IgG persistió durante más de 100 días.
Por lo tanto, las muestras de saliva serían adecuadas para las pruebas de diagnóstico para la detección tanto del propio coronavirus (con PCR) como de los anticuerpos contra el patógeno. Esto simplificaría enormemente la tarea de los médicos y reduciría notablemente las molestias en los pacientes. Otra conclusión tranquilizadora es que el cuerpo aprende en efecto a luchar contra el SARS-CoV-2.
Fuente: Muy Interesante