La sardina sarda y la sarda sardina pertenecían al mismo banco y vivían felices nadando. Los peces, como saben, se conforman con poco. Sin embargo, entre ellos también hay de todo, hay quien se contenta y es feliz y quien no se contenta y, por consiguiente no es feliz.
Este era el caso de la sarda sardina, de color azul y plata como sus semejantes, y a la que, en cambio, le habría gustado tener el dorso negro con puntitos negros y el vientre y la cola dorados.
¿Por qué? -preguntaba la sardina sarda, que intentaba hacerle comprender que un vestidito sencillo también puede sentar muy bien.
-Porque sí- respondía la sarda sardina, que evidentemente no sabía qué decir, mientras que miraba con envidia a los peces que pasaban por allí: el salmón macho, cubierto de vivas manchas de un color amarillo-anaranjado o la doncella, negra por arriba, blanca por debajo y que en los lomos tiene un arcoíris de colores.
Algún tiempo después, la sarda sardina y la sardina sarda se encontraron en la mesa de una cocina. Y también allí la sarda sardina seguía refunfuñando.
-Pues me gustaría tener bigotito y ser completamente rosa como el salmonete o a rayas blancas y negras como la herrera...
Pero- exclamó la sardina sarda- ¿Cómo es posible que piense todavía así?
No lo sé -respondió la pobrecilla mientras intentaba, en vano, mover la cabeza.
¿Por qué les digo intentaba?
Pues, porque ya no tenía cabeza.
Después de pescarla la pusieron en aceite ¿Y quién ha visto alguna vez una sardina en lata todavía con cabeza?
En cambio, como la sardina sarda estaba a punto de ser frita aún conservaba la cabeza y la usaba, mientras podía, tal como siempre hace alguien que es inteligente.
Reflexiona, analiza, piensa… usa la cabeza.
Muchas Gracias Mariano! También te escucho un rato en las mañanas por la app de Radiocentro desde Aguascalientes. Saludos. Atte Gabriel Tremillo.